Aerolíneas populares: el vuelo de Ícaro

por Antonio Ortuño 

 

 

 

  1. Despegue

 

 

 

Quizá haya sido relegada al olvido por el público en general, o resulte del todo desconocida para los jóvenes, pero la historia del auge y caída de la empresa legalmente registrada como Aerolíneas Populares resulta todavía evocadora e instructiva y conviene volver sobre ella.

 

Aquella pequeña cooperativa, que floreció en México durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, llegó a poner en jaque a las compañías hegemónicas del negocio e inspiró, con su esfuerzo, la conformación de diversas alianzas de trabajadores en todos los sectores imaginables: desde el automotriz hasta el de bebidas y alimentos, pasando por los telares, la artesanía y la fabricación de neumáticos...

 

Pero, además, Aerolíneas Populares legó algo que pocas firmas consiguen: una estética particular, un “sello” que, todavía hoy, numerosos artistas visuales, diseñadores y mercadólogos estudian e imitan en todo el planeta, pese a que desconozcan los detalles de la realidad oculta tras el mito.

 

Entremos, pues, en materia.

 

Fundada en 1961 por los hermanos Luis y Jorge Torres, acaudalados herederos de un pastor tamaulipeco, y originalmente operada bajo el nombre de Alianza Aérea del Altiplano (acortado para efectos mnemónicos a “Aeroplano)”, la empresa contaba en un primer momento con una flota de apenas cinco naves, para cuarenta pasajeros cada una, que fueron adquiridas de segunda mano en una subasta del gobierno de Estados Unidos y que, una vez repintadas, comenzaron a cubrir afanosamente un puñado de rutas en el centro del país. Rutas que, a decir de los expertos, se asemejaban más a las de un autobús “pollero” que a las de un avión, es decir, que salpimentaban sus trayectos con una multitud de escalas.

 

Eran aquellos los años en que dos poderosas compañías, Aeronaves Aztecas y Nacional de Aviación, controlaban el mercado y copaban, por tanto, los salones de documentación y las salas de espera del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. De hecho, los mostradores de Aeroplano no se encontraban en la terminal principal, sino en una anexa que solía utilizarse solo para el embarque y desembarque de los vuelos de carga y los estrictamente diplomáticos.

 

Debido a su particular ubicación física, y a lo singular de sus rutas, la clientela de Aeroplano, en esos tiempos, se constituía por dos clases fundamentales de personas: por un lado, grandes políticos y empresarios que trataban de salir con discreción de la Ciudad de México rumbo a la capital de algún estado cercano y deseaban evitarse las aglomeraciones del aeropuerto y la posibilidad de ser reconocidos (según se contaba, porque en aquellos viajes no los acompañaban sus legítimas esposas sino ciertas “colaboradoras” que disimulaban su identidad con pañoletas en la cabeza y enormes lentes oscuros); y, por otro lado, personas de avanzada edad (y, desde luego, de buena posición social), que sufrían padecimientos graves de salud, y a las que los médicos recomendaban celeridad en sus traslados desde la capital hacia, por ejemplo, Querétaro, Guanajuato, Toluca o Puebla, porque, de otro modo, corrían el riesgo de quedarse en el camino.... Una clientela, pues, en la que convergían los potentados más aventureros con los que estaban casi desahuciados.

 

Como se ha dicho, las naves de Aeroplano solían hacer aterrizajes en diversas plazas, utilizando aeropuertos de los estados lo mismo que aeródromos particulares o militares. Y, según fuentes de la época, incluso llegaban a aprovechar, merced a quién sabe qué turbios pactos, las pistas clandestinas del naciente crimen organizado… De hecho, la empresa hizo del defecto virtud, y trató de convertir el casi total anonimato al que la condenaba su ubicación en la terminal de carga en garantía de privacidad. Por ellos, sus aviones no estaban rotulados de ningún modo: solamente, por exigencia federal, contaban en el fuselaje y los alerones traseros con las pintas que proclamaban sus matrículas oficiales. Tampoco la papelería o los boletos de la línea mostraban logotipos de ninguna clase.

 

Aeroplano, pues, era un negocio un tanto sórdido, que no se distinguía esencialmente de un servicio privado de limusinas o yates. Volar en sus naves solía ser un intento de ocultarse, al menos por un rato, de la mirada pública.

 

 

II

Turbulencias

 

 

 

La situación económica de Aeroplano nunca fue boyante, pero empeoró en el año de 1964. Los historiadores señalan que diversos factores contribuyeron a ello. Para empezar, los hermanos Torres, propietarios de la empresa, eran patrones “a la antigua”. Es decir, que veían en su negocio una mina de oro personal y le sacaban la mayor cantidad de efectivo posible, sin reinvertir en él más de lo estrictamente necesario.

 

El taller de mantenimiento siempre estaba corto de insumos y no era raro que los mecánicos de Aeroplano anduvieran rondando los tiraderos de chatarra de las empresas mayores o terminaran acusados, incluso, de colarse a alguno de los hangares de la competencia para hurtar piezas o herramientas… Esto se convirtió en una enorme desventaja, pues el aspecto ruinoso de las aeronaves suele ser peor tomado por sus pasajeros que el de cualquier otro medio de transporte. No: no es lo mismo ir dando botes en un autobús (lo que puede ser irritante) a sentir que el avión va a desarmarse en pleno vuelo (lo que es, sin duda, aterrador).

 

Por ello, y a pesar de los esfuerzos de los hermanos Torres para atajarlo (con amenazas de multas y despidos), se instauró entre las tripulaciones, el personal de tierra y el personal técnico y de apoyo de Aeroplano el colorido apodo de “Aerobaches” para su propia línea. “No solo hacemos rutas de camión pollero: brincamos como uno”. Eso asentaba la portada de un pasquín satírico editado por afiliados del sindicato de la empresa y que alcanzó mucha popularidad entre el personal (y del que, tristemente, solo se conservan fotocopias, pues la persecución de los Torres resultó feroz).

 

El mal estado de las naves se tradujo, en el corto plazo, en la pérdida de clientela. Porque un pasajero con problemas de salud, por ejemplo, lo menos que quería era que un vuelo accidentado lo dejara al borde del infarto. Y porque el funcionario o empresario que estaba tratando de deslumbrar a una muchacha no veía con buenos ojos que la chica bajara del avión con náuseas, luego de un vuelo que había resultado como un paseo en una montaña rusa sin aceitar…

 

Los Torres no estaban dispuestos a invertir los recursos necesarios para reparar y renovar el parque aéreo (sus naves habían prestado servicios en la Segunda Guerra Mundial, pero su construcción era incluso anterior al conflicto), la inconformidad del personal rápidamente creció, y el sindicato planteó a los propietarios la urgencia de aumentar los mediocres salarios que se percibían. Sintiéndose cercados desde todos los frentes, los hermanos buscaron un comprador para su aerolínea entre algunos miembros de sus selecta clientela. Pero, muy a pesar de sus gestiones, no encontraron a nadie dispuesto a desprenderse de la suma astronómica que solicitaban para cerrar la operación (aún en esas instancias, los Torres confiaban en lucrar todo lo que se pudiera). Así, abandonada por sus pasajeros y cuestionada por sus empleados, en noviembre de 1964, Aeroplano parecía condenada a la quiebra.

 

 

III

 

Cambio de ruta

 

 

La idea de formar una cooperativa saltó a la palestra incluso antes de que el personal declarara la huelga general, ante el impago de sus salarios y el empeoramiento de las condiciones laborales, el 15 de diciembre de 1964. Surgió, según se recoge en la minuta de la asamblea de trabajadores que se celebró previa al estallamiento (y que conserva el Museo del Aire), de una azafata llamada Guadalupe Méndez, y conocida como “Lupita” o la “Colorada”, porque se pintaba el cabello de un rojo encendido. La “Colorada” no contaba con preparación en politología o ciencias económicas, pero sí con bastante sentido común, y se había leído todas las leyes pertinentes al tema de las huelgas y los acuerdos obrero-patronales desde la primera a la última página. Así que cuando algunos de sus compañeros se mostraron desalentados por la posibilidad de que el paro derivara en el cierre de Aeroplano y en un desempleo sin el magro consuelo de una indemnización, les repuso: “Pues exijamos que nos dejen los aviones y los permisos, y operamos nosotros. ¿Esos tipos [los Torres] qué hacen? Compraron cinco aviones y luego se sentaron a que les cayera el dinero...”.

 

Un gruñido de aprobación coronó sus palabras. Asesorados por la esposa de uno de los pilotos, que era abogada laboralista, los trabajadores elaboraron la propuesta de formar una cooperativa y recibir los activos de la empresa como pago a lo que ya se les adeudaba y como liquidación de ley por sus servicios.

 

Luis Torres recibió el documento en su despacho y se cuenta que se desmayó del disgusto. Pero su hermano Jorge era más astuto. Sacando cuentas, se convenció de que ceder las aeronaves, los permisos y las instalaciones a la cooperativa era el modo más limpio de resolver el tema, lavarse las manos sin desembolsar un centavo y librarse de mayores roces con las autoridades.

 

Así, pues, y pese a la oposición de Luis, quien tuvo que ser hospitalizado por un cuadro de rinitis aguda (se le llenaron de piedras los riñones a consecuencias de su episodio de ira aguda), el 10 de enero de 1965, Aeroplano pasó legalmente a manos de sus empleados (“entre aplausos y abrazos”, como consignó el diario El Comercio en su portada del día siguiente). La asamblea decidió, esa misma noche, que la empresa cambiaría de nombre. Luego de considerar motes como Líneas del Cielo o Vías Nativas, optaron por el definitivo Aerolíneas Populares, que procedieron a registrar ante las autoridades competentes. 

 

 

¿Y por qué Aerolíneas Populares? Pues porque en la asamblea se formuló el plan de que, en vez de dedicarse a transportar políticos, empresarios y enfermos adinerados, la naciente cooperativa se enfocaría en ofrecer boletos baratos y buen servicio a sus pasajeros. Mejor llenar los vuelos con clientes que pagaran una cantidad justa que vender caros tres o cuatro asientos nada más, como solía suceder en tiempos de los Torres, reflexionaron. Así, quizá sin saberlo del todo, fundaron la primera línea low cost del país…

 

Los expertos, de inmediato, auguraron el desastre. Después de todo, ¿cómo iban a operar una empresa una serie de trabajadores que no tenían conocimientos de administración, por más entusiastas que fueran? ¿Con qué capital iban a hacer las renovaciones necesarias a la flota y cumplir los compromisos de pago a los aeropuertos y proveedores de combustible, así como con los gastos operativos?

 

Con lo que no contaban los expertos era con la convicción de los cooperativistas. Así, mientras los mecánicos negociaban con colegas de otras empresas para que les prestaran herramienta y les facilitaran de buena voluntad algunas piezas necesarias y faltantes para la flota, el resto del personal se dio a la tarea de salir a las calles. Y, fueron esas calles, a decir verdad, las que cambiaron el destino de la aerolínea.

 

La “Colorada”, ayudada por su hijo Vicente Koumori Méndez (hijo de su primer matrimonio, con el comerciante Yukio Koumori, dueño del primer expendio de sushi en el aeropuerto de la capital), quien era estudiante de dibujo industrial, produjo una serie de calcomanías y folletos para promover el nuevo decálogo de la aerolínea. Y ambos, ayudados por familiares y amigos del personal, se dedicaron durante semanas a recorrer escuelas, oficinas, talleres y mercados de la Ciudad de México obsequiando su propaganda y evangelizando a los curiosos.

 

La campaña alcanzó un éxito notable en poco tiempo. Gente que jamás había considerado la posibilidad de volar, o que pensaba que jamás contaría con el dinero necesario, se vio, de pronto, ante la oportunidad de hacerlo. Personas que, metidas en su rutina, nunca se hacían del tiempo necesario para visitar a parientes y amigos que residían en ciudades cercanas, pretextándose a sí mismos las largas horas de carretera que tendrían que invertir, descubrieron que podían cubrir esas distancias en escsos minutos y por poco dinero. Toda una revolución.

 

Pero hay que decirlo: lo que impulsó a Aerolíneas Populares, más que su filosofía, fue su imagen. Vicente Koumori, el hijo de la “Colorada”, resultó ser un diseñador visionario. De él fue la idea de apostar por una imagen de carácter fuerte. Y suyo también fue el mérito de elegir para el logotipo una tipografía limpia y elegante, que atrajo de inmediato la atención de los jóvenes, así como un estilo desenfadado para la folletería, que contrastaba con la imagen solemne de las grandes aerolíneas tradicionales.

 

En muy poco tiempo, las calcomanías de Aerolíneas Populares se convirtieron en un fenómeno en las principales ciudades del país (el éxito hizo que muchas personas imprimieran pegatinas “piratas”, por lo que el alcance se amplió de modo incalculable), y se las podía ver por todos lados: en las ventanillas de los automóviles, en los cuadernos de los estudiantes y hasta en los postes del alumbrado y los semáforos de toda ciudad del Centro y el Occidente de México. La aerolínea reanudó actividades bajo sus nuevos nombre y óptica el 1 de mayo de 1965, con vuelos completamente llenos… Y así se mantuvo, asombrando al país entero, durante casi ocho años.

 

Los historiadores están de acuerdo en que el éxito se basó en el apego estricto a su filosofía, es decir, precios bajos y buen trato, pero también en las variadas oportunidades que Aerolíneas Populares aprovechó. Para 1966, y una vez estabilizada la situación financiera, la cooperativa acordó gestionar la adquisición de varios nuevos aviones (que un comité fue a comprar en una nueva subasta). Con ellos, las rutas se ampliaron, en un primer momento, a Guadalajara, León, Morelia y Aguascalientes. Y, en marzo de 1967, a Monterrey, Torreón y Saltillo y, más tarde ese año, a Mexicali y Tijuana. Para 1969, el éxito era tal (y las ganancias tan descomunales) que la empresa hizo un acuerdo con la multinacional Concorde y se expandió a las rutas internacionales, alcanzando plazas tan emblemáticas como Nueva York, Los Ángeles y Vancouver, en América del Norte, Bogotá en Sudamérica, Madrid, París y Londres, en Europa, e incluso Melbourne, en Australia....

 

Las autoridades, conscientes del crecimiento exponencial de la empresa, le ofrecieron abrir mostradores en la terminal principal del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Pero la cooperativa no cayó en la trampa: las operaciones en la terminal anexa resultaban mucho mas baratas y Aerolíneas Populares, más que competir contra las grandes compañías, las ignoraba del todo…

 

Pero el fenómeno de la empresa excedía por mucho a su capacidad de llenar aviones y de eludir las continuas profecías de crisis que les arrojaban encima los analistas. Vicente desarrolló de tal manera la imagen de la empresa, que incluso personas que nunca volaron en sus naves se identificaban plenamente con la marca y sus valores. Las camisetas con el logotipo de la línea fueron terriblemente populares entre la juventud universitaria mexicana de fines de los años sesenta, por ejemplo. Y muchos señalaron un influjo directo de las creaciones y el estilo de Vicente en las imágenes oficiales de los Juegos Olímpicos de 1968 y el Mundial de futbol de 1970, organizados ambos en el país…

 

Los estilo del look y los uniformes de los pilotos y las tripulaciones, por su lado, también calaron fuerte en la moda de la época. La combinación de patillas, bigotes, pantalones estrechos, camisas de manga corta y corbata de los uniformes masculinos, y los peinados altos, zapatos bajos, las minifaldas y las blusas de manga larga de los femeninos marcaron, sin duda, todo un capítulo en el estilo urbano de vestir de la capital y otras ciudades.

 

El 10 de enero de 1971, la revista Fortunes, considerada como la Biblia de los negocios en el mundo occidental, incluyó a Aerolíneas Populares en su listado anual de las cien empresas “más calientes” del continente americano. En el número publicado en México (cuya portada, enmarcada, se conserva en el Museo del Aire), aparece un primer plano la “Colorada”, sonriente y cruzada de brazos, con su uniforme de azafata, encabezando al crew del vuelo diario que cubría la ruta México-Querétaro-León-Guadalajara-Los Ángeles...  

 

 

 

IV

Aterrizaje forzoso

 

 

Era un éxito incontestable, sí. Pero todo triunfo encierra en sí el germen de la derrota. Las compañías hegemónicas (que contaban, además, con numerosos “amigos” en el gobierno federal y las administraciones estatales) no estaban dispuestas a tolerar el crecimiento y popularidad de una cooperativa que no solo les quitaba clientes, sino que los hacía ver como obsoletas.

 

Azuzada por las grandes empresas, la Comisión Federal de Seguridad Aérea comenzó una serie de inspecciones que comenzaron a incordiar las operaciones y rutas de Aerolíneas Populares. Se presionó para que las pistas de aeródromos privados y oficiales dejaran de serles facilitadas a la empresa o, al menos, que las tarifas por su uso se volvieran impagables. Tras meses de protocolos, revisiones, auditorías, arqueos, cotejos e intimidaciones, se levantaron contra la línea diversos cargos por evasión fiscal, violación de las reglamentaciones aeroportuarias y transportación irregular de mercancías y sustancias restringidas. Vaya: hasta un diputado oficialista llegó a subir a la tribuna parlamentaria para exigir que se procediera contra esa empresa “de inspiración subversiva, que opera con una idiosincrasia del todo ajena a nuestra mentalidad nacional y, probablemente, movida por oscuros intereses extranjeros”.

 

Los tiempos habían cambiado. Algunas voces, en los medios, pedían la nacionalización de la empresa y otras exigían que al menos se les exigiera a sus azafatas usar faldas más largas y a sus pilotos, patillas más cortas…

 

Cuando las cuentas de la empresa fueron congeladas, en diciembre de 1973, quedó claro que el fin estaba cerca. Vicente intentó un último movimiento audaz, diseñando una última colección de calcomanías de apoyo para Aerolíneas Populares, bajo el lema: “Esta  es mi línea”. Pero la bodega en la que el material se resguardaba fue objeto de una redada policial una noche antes de que se comenzara su distribución, el 31 de enero de 1974.

 

Dieciséis de los siete aviones la empresa fueron confiscados por las autoridades al día siguiente. El último vuelo de Aerolíneas Populares aterrizó en el aeropuerto de la capital el día 1 de febrero. En él viajaba, por cierto, la “Colorada”. Las autoridades ya lo estaban esperando, listas para confiscarlo también. Se dice que los pasajeros, al bajar de la nave, formaron una valla humana y despidieron al crew con aplausos. Las autoridades declararon a la empresa formalmente en quiebra diez días después. El concurso mercantil no tuvo postores y, así, Aerolíneas Populares desapareció.

 

De la “Colorada” se supo que se había ido a vivir a la frontera y trabajaba en un restaurante no demasiado lejos del aeropuerto de Reynosa. Vicente, por su lado, decepcionado del todo, abandonó el diseño y se dedicó a la compra y venta de periódicos viejos.

 

Así terminó, pues, la historia de la primera línea área low cost del país, y, con ella, de un proyecto y una marca que dejaron una huella evidente en las jóvenes generaciones de su época. La historia de una cooperativa que, como aquel Ícaro de la leyenda griega, voló demasiado alto y tuvo que pagar el precio por intentarlo. Pero que, como pasa con aquel pionero mítico de la aviación, algunos siguen recordando, muchos años después de que sus alas fueran cortadas.

 

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