Corre por tu vida - Aun mas lento
by Victor Saadia
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(Cuando el director de Marketing de Hermanos Koumori me preguntó qué animal quería elegir para que me represente en el BLOG, le dije sin pensar: “un caracol”. Aún no sabía que iba escribir sobre mi lentitud al correr, mucho menos que eso no necesariamente era malo.
Y es que si hubieran contratado a algunos de mis amigos para escribir en su BLOG, otros animales hubieran aparecido: Juan Pablo es un lobo que aúlla y se conecta con la fuerza sigilosa del canis lupus. Juan Carlos es un búho que ulula hasta el amanecer. Raúl es el zorro, Miguel el halcón y Pablo el león. Animales que les traen fuerza, determinación y valentía.
Por eso me sorprendí cuando dije en voz alta: “dibújame un caracol”. Tal vez el animal más inapropiado si la encomienda es escribir sobre correr a un público de corredores.
Pero algo sabe el instinto antes que la mente.)
Nunca he tomado una clase sobre gasterópodos. No sé bien cuánto viven, ni qué comen, ni cómo tienen sexo, si son monógamos o polígamos, veganos o paleo, si hay masculino o femenino, si son sociales o solitarios.
Lo único que sé es cómo saben. Con su mantequilla y su ajo saben a gloria. Me como seis, doce, dieciocho. A veces hasta antes de que me traigan el plato fuerte. Y aún, me va encantando la idea de ser un caracol, quien lleva su casa a cuestas, quien cuando se aburre del mundo o se cansa del otro o se agobia con las noticias o con la cantidad de WhatsApps o con su adicción a los shorts de YouTube, se enrolla y se mete a su casa que lleva en la espalda. Y esa concha que le queda grande, lo cobija. Cómo cuando vas corriendo en una pista, y sin necesidad de pedir permiso, te detienes a respirar. Otros te pasan por la izquierda, pero tú te das ese permiso, te metes a esa concha de tiempo y te permites encontrar tu propio ritmo.
Los corredores siempre estamos calibrando el tiempo. Somos como caracoles que no podemos ver la meta, pero que confiamos en el proceso. La meta de la corrida de cada mañana se siente demasiado lejana, pero al cruzarla, ahora parece que siempre estuvo cerca.
Correr me ha ayudado a trabajar y a seguir trabajando en mi escasez de cuerpo, de sexualidad, de dinero; en mis cambios de identidad como hombre, padre, esposo, empresario. Ahora, al correr, me doy cuenta que hay una escasez que tengo que seguir trabajando: la voz incesante por debajo de todo lo que hago. No tengo tiempo. Hay algo mejor que podría estar haciendo. Ya quiero que acabe esto que tengo hambre. Tengo sueño. Ya me aburrí. Ya quiero volver al coche porque dejé ahí mi computadora y quiero ver si no me la han robado.
Por eso mi intuición, que logro escuchar solo por la pausa que me ha regalado H. Koumori, añora la viscosidad del caracol con la que se arrastra por la tierra y empalaga todo con su baba. El caracol, o sea el yo potencial, deja rastro de que el tiempo se alarga, de que no hay tanta prisa por dejar su espacio de tierra atrás, de que no hay tanto que ver en la velocidad, y mucho más que ver en la lentitud, que no es necesariamente quietud.
El caracol no dice: detente.
Solo dice
aquí ya está todo. Saboréalo.
Empapa todo de ti. Empápate
del mundo
del eterno presente que siempre está,
aunque insistes en estar en otra parte.
Tú no lo sabes, sabe, dice, siente el caracol,
pero hay un infinito
entre este espacio de tierra,
entre este espacio de tiempo,
y el siguiente.
Aun cuando me lo como sale del horno a tal temperatura que tengo que desconcharlo con calma, reposarlo al costado en su baño de mantequilla con ajo, tomar un pequeño pedazo de pan, un sorbo de vino, y lenta y sensualmente llevarlo a mi boca para masticarlo a la temperatura perfecta y saber,
y sentir,
y saborear,
y tener
y soltar
la eternidad del presente.
Apuesto que los corredores de 100 metros planos saben a lo que me refiero. Para poder trabajar a tal velocidad uno tiene que saber existir a baja. Me parece que el caracol, no sé cómo porque nunca ha avanzado más rápido que un metro por hora, lo sabe perfectamente. Lo sé perfectamente.
El caracol corre por su vida. Corre por la vida. Pero lo que para otros es lento, para él, y solo para él, es bastante. Porque basta.
El caracol no glorifica la lentitud en contra de la velocidad, solo deja de vivir como si una excluye a la otra. Como si uno no pudiera, de hecho, debiera, dictar el paso al cual se atreve a vivir su vida interior. Más allá de lo que digan las estadísticas que su celular registra sobre las distancias recorridas y los comparativos que haya con otros corredores que aparentan ser más rápidos.
Cuando el caracol se mete a su cueva no necesariamente se aísla del mundo o se protege. Aprendió que en su concha está el mundo. Ahí están sus padres cuidándolo y dándole leche. Sus hermanos y amigos lo abrazan y sonríen. Ahí están todos. Si no, no sería su verdadera casa. Y por eso cuando sale de su concha y está con ellos en un restaurante, en una sala de televisión, en un cuarto de hospital, se les pega y los llena de baba.
Uno pensaría que el caracol lleva su casa consigo pues dentro lleva sus muebles, su librero entero, su almohada, sus cables, sus discos duros con sus fotos, sus chamarras de varios colores y así tiene todo dispuesto para cuando lo requiera. Pero el caracol lleva poco en su casa. Uno o dos libros, sus audífonos inalámbricos, sus tenis de correr, su computadora y su antifaz para cuando el mundo hace mucho ruido. No tiene más.
La casa, nómada o sedentaria, nunca tiene demasiadas cosas. Porque la casa, grande o pequeña, hecha con millones o con pocos, siempre ha de sentirse ligera. O más bien, uno debe de sentirse ligero dentro de ella. La ligereza es la emoción que debe de predominar cuando uno está en casa y se la lleva a otras partes. Es lo único que permite al caracol soportar la pesadez del mundo exterior. La competitividad. La prisa con la que pulsa el ritmo de la supuesta felicidad
Esto es igual con los tenis de correr que cada vez los hacen más ligeros. No es solo para ahorrar energía, es que, correr, lento o rápido, correr hacia un sueño o correr de una pesadilla, es mejor cuando uno se siente, se sabe, ligero.
Esto es a lo que aspiramos los nómadas modernos.
Dentro de todo, no es que los caracoles, en toda su variedad, tengan la vida resuelta. Lo que tienen, por lo que se esfuerzan, es a vivir con gracia. A ras del suelo.
Su gracia es contentarse con lo que tienen enfrente, con las pequeñas memorias que han ido acumulando y contentarse con todo aquello que jamás verán, tocarán y conquistarán. La meta puede parecer lejana o cercana, pero los caracoles saben que las velocidades y por lo tanto las distancias y los tiempos, pueden llegar para todos si se atreven a detenerse un rato y dejar que otros los pasen por izquierda.